Nadie ha puesto en duda que la golpiza que provocó la muerte de Daniel Zamudio tuvo su causa en el odio motivado por su homosexualidad. Por ello, este crimen se ha transformado en una brutal demostración de por qué en Chile se necesita una legislación especial contra la discriminación.


Las acciones discriminatorias se originan en el hábito de considerar que personas que tienen y defienden algún rasgo o característica que las hace peligrosamente diferentes a “nosotros” (ya sea que nosotros signifique “los chilenos”, “los católicos”, “los evangélicos”, “la gente decente”, “los normales”, o cualquier otra construcción de identidad), en la práctica se colocan a sí mismas fuera del orden social. Según esta idea culturalmente arraigada en nuestro país, tales personas, al auto-excluirse de la sociedad, se colocan fuera de la protección de la ley. Por lo tanto, hacer algo que las afecte, ya sea negarles un servicio o un trabajo, atenderlas mal, ofenderlas en público, o agredirlas de algún modo, es mucho menos grave que si lo mismo se hiciera a uno de “nosotros”. Después de todo, tales personas se ganan o merecen ese maltrato por perseverar en su diferencia y negarse a unirse al “nosotros”.

Así, a lo largo de nuestra historia se han considerando aceptables, o al menos tolerables, conductas como tirar piedras a un lugar donde se realiza una reunión de “canutos”, atender mal a una persona porque viste pobremente o tiene un apellido indígena, tratar como bebé a una persona mayor, tratar como mala madre a una mujer que trabaja, mofarse abierta y públicamente de una persona homosexual, etc. Es cierto que dar una golpiza como la que recibió Daniel Zamudio es ir bastante más lejos. Para eso se requiere además ser bastante violento e inescrupuloso. Pero se trata de una manifestación extrema de la misma lógica: no es tan grave como hacerlo a uno de “nosotros”. Se lo ganó por “fleto”. Parece obvio que así pensaron los agresores.

Denunciar esta cultura de la discriminación no implica apuntar con el dedo a alguien en particular. Es una cultura de la que participamos todos y todas, todos los “nosotros” y también todos los “ellos”. Por eso es necesaria una ley específica contra la discriminación. Es para prevenir. Es para obligarnos, dado que somos tan legalistas, a ser más cuidadosos y cuidadosas. Pero no es para obligarnos a todos y todas a pensar de la misma manera, o a renunciar a nuestros propios valores. Es para obligarnos a reconocer y respetar los derechos ciudadanos de los demás, independientemente de que compartan o no nuestras creencias, nuestros valores o nuestra apariencia.

Pero si hemos de tener una ley especial contra la discriminación, es una contradicción vergonzosa que un grupo tradicionalmente discriminado se la juegue para que otro grupo discriminado sea excluido de la protección de esa ley. Esa sería la peor de las leyes, puesto que semejante exclusión significaría otorgar licencia para seguir discriminando al grupo excluido.

Por ello llamo humildemente a mis hermanos y hermanas evangélicos a reconocer que, comprometerse a respetar los derechos ciudadanos de otras personas o grupos, no implica renunciar a las propias creencias y valores, ni al derecho de difundirlas dentro del marco del respeto a la democracia y el bien común.

Para los parlamentarios y parlamentarias, mi llamado es a que en este tema voten en conciencia y de acuerdo al mérito de los argumentos, dejando de lado los cálculos electorales originados en las amenazas de voto de castigo.

A la familia de Daniel pido perdón, por el grado de complicidad que pudiera tener con la permanencia de esa cultura nociva que hizo creer a sus agresores que estaban actuando por el bien de la sociedad.

Juan Sepúlveda G.
Director de Planificación Institucional
SEPADE

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