El primer “Te Deum Evangélico” se celebró el año 1975. Desde entonces hasta el presente, el diverso mundo evangélico chileno logró articularse en torno a una instancia única de representación pública, el Comité de Organizaciones Evangélicas (COE), solamente durante el tiempo que duró la discusión y negociación de la Ley de Organizaciones Religiosas (“Ley de Culto”), promulgada el año 1999.
Dicho sea de paso, la conformación del COE fue el resultado de un proceso que se inició con un acto de arrepentimiento por la división del mundo evangélico bajo la dictadura militar, luego que el Presidente Patricio Aylwin pidiera la colaboración de las iglesias evangélicas ante la tarea de procesar constructivamente el impacto del Informe de la “Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación” (Informe Rettig).
Pero tan pronto como fue promulgada la “Ley de Culto,” el COE entró en crisis, resurgiendo la permanente tensión entre distintas organizaciones que han disputado la representación y vocería de las numerosas y diversas iglesias evangélicas chilenas. En la mayoría de los casos han sido organizaciones con un nivel muy bajo de institucionalización, lo que implica ausencia de normas claras de representación, deliberación y renovación de sus liderazgos.
Lo anterior permite entender por qué nunca el “Te Deum Evangélico” ha logrado posicionarse como un acto espiritual y pastoral de unidad evangélica, al servicio de la unidad nacional. Más bien ha estado siempre expuesto a ser el centro de la disputa por la representación del pueblo evangélico chileno, y a la instrumentalización política – no necesariamente desde el gobierno o la oposición de turno, sino también desde las distintas tendencias políticas del propio liderazgo evangélico.
Sin embargo, nunca hasta ahora se había llegado a un nivel tan burdo de abanderamiento político (puesto que una de las intervenciones más polémicas estuvo a cargo de un miembro laico de la iglesia sede del acto, siendo a la vez candidato a diputado e integrante del comando de un candidato presidencial); de ausencia de solemnidad, de respeto y de sensibilidad pastoral; y de chabacanería en la forma de abordar temas complejos de la agenda pública, como ocurrió el pasado domingo 10 de septiembre.
Los mensajes y expresiones de desagravio a la Presidenta Bachelet, y ante el país, por partes de diversas autoridades de iglesias evangélicas,* han sido manifestaciones necesarias de respeto y responsabilidad cívica. Pero lo cierto es que el daño mayor lo sufre el propio pueblo evangélico, que ha quedado en una posición extremadamente incomoda en medio de una sociedad que, como se reconoció en el propio Te Deum, vive una profunda crisis de confianza, y que por lo mismo espera, más que exabruptos autoritarios, gestos de transparencia, de escucha, de acogida y de apertura al diálogo.
Este daño hacia el propio pueblo evangélico no se puede reparar meramente con disculpas públicas, sino iniciando un proceso de profunda reflexión y autocrítica, que hablando en nuestro propio lenguaje evangélico, debiera traducirse en un proceso de confesión, arrepentimiento y conversión.
Para dar tiempo a este necesario proceso, lo más sano sería que el propio liderazgo evangélico se pusiera de acuerdo para suspender la práctica de un “Te Deum” que hasta ahora ha tenido muy poco de “evangélico” –en el sentido propiamente bíblico-teológico de la palabra, hasta que alguna nueva forma de testimonio público unitario de la preocupación del pueblo evangélico por el destino de Chile, pueda fluir desde la propia identidad y convivencia renovada de las iglesias evangélicas chilenas.
Juan Sepúlveda González, Director de Planificación Institucional, SEPADE